jueves, 19 de diciembre de 2019

De la brevedad de la vida y lo raudo del tiempo. Con la Navidad de fondo.



El dios del tiempo nos devora. 

Cuando en año está periclitando declinando, pensamos todos en la rapidez con que ha transcurrido. Cierto que hoy día vivimos de una  manera acelerada, que nuestra vida de acción apenas da paso a la de pensamiento, que estamos más en el mundo exterior que en nuestro mundo interior, que la vorágine nos arrastra, pero evidente también que nuestro caminar terreno –que tuvo un principio y, como cristianos, esperamos no tenga fin, aunque sí lo tendrá en esta vida- dejó siempre en toda persona la dolorosa impresión de que su existencia pasó a increíble velocidad. Y ello por mucha longevidad que haya alcanzado Habla la ciencia de alargar la vida hasta los ciento veintitantos -de hecho el término medio de ella en el ser humano fue creciendo a través de los siglos en aras a la higiene, la medicina, cirugía, etcétera-, lo que obviamente da ánimos, mas, con todo, la vida es breve, lo será siempre, que, como dice Unamuno, ‘semillas somos los hombres del árbol de la eternidad’; sí, de una humanidad constantemente renovada. Es corta, se aproveche o no, y nos resulta inconcebible porqué la de algunos animales irracionales, tal como la tortuga terrestre, es mucho más larga, tanto que dobla la del ser humano más longevo.

Innumerables son los filósofos y escritores que han opinado sobre ‘cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando’, desde antes de las divulgadas coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, don Rodrigo, el Maestre de Santiago. Esto es algo en lo que todos, con más o menos teoría, tenemos una gran práctica. De esta regla general es su excepción la juventud, y no toda. A algunos la vida nos presentó pronto la muerte, tan olvidada en la primera época de nuestra existencia. Así lo manifiesta Emilio Castelar en su biografía de ‘Byron’:

No solamente olvidáis vuestra propia muerte, sino la muerte de todas las personas que os rodean; aunque el monstruo vive hiriendo, devorando… […] Creéis que es imposible morir. […] Con el primer ataúd querido entregáis a las mordeduras de la muerte un pedazo del corazón. Después, poco a poco, veis caer seres que os son caros sobre la tierra humedecida por vuestras lágrimas, como las hojas secas sobre el barro del otoño. Y no solamente enterráis vuestras afecciones […], sino que enterráis vuestras ilusiones, vuestras esperanzas. Y cuando llegáis a la muerte, llegáis como un árbol deshojado y seco, sobre el cual pone algunas veces el amor un nido como una promesa de la continuación de la vida para otras generaciones.       

Es visible que el paso del tiempo nos va demostrando lo que nos confirma el emperador filósofo Marco Aurelio: ‘Solo eres un alma que lleva un cadáver a cuestas’. Y esta otra de sus ‘Meditaciones’: ‘Muchos con los que entraste en el mundo, ya no están’. Vemos como las generaciones anteriores, abuelos, padres, nos dejan en una enorme soledad irremediable.
Los años crean juventud y belleza para transformarla después en decadencia y menguada belleza. ¿Quién lo ignora? Pero cuesta tanto creerlo en plena juventud…, ni  nos gusta pensarlo Según Pablo Valery, ‘siempre se mueren los otros’. y así de jóvenes pensamos que las personas de avanzada edad son los otros, que nunca serenos nosotros –decrépitos y próximos a la muerte-, mas es indefectible que llega el día que nos percatamos que el calendario y el reloj es para todos. Quisiéramos parar el tiempo desde una relativa juventud, y ya constituye obsesión su transcurso cuando ésta se va esfumando y empezamos a ver la veracidad que encierra la inscripción que en su  esfera tenía aquel reloj: ‘Todas –las horas- hieren, la última, mata’. 
                                        


Es reloj de la torre de la  iglesia de Urrugne, del País Vasco francés, que mucho impresionó a Pío Baroja, que le mencionaría en algunas de sus obras. 
  
A ese reloj público, a ese reloj de torre, a ese carillón, o simplemente reloj, que no suele faltar en Ayuntamientos, y en algunas iglesias de ciudades y pueblos, y que ha regido la existencia de tantas generaciones, ha dedicado Zorrilla  un poema que estremece, y en el que exclama:

¡Ay! Que es muy duro el destino
De nuestra existencia ver
En un misterioso círculo
Trazado en una pared;
Ver en número escrito
De nuestro orgulloso ser
La miseria…el polvo…nada,
Lo que será nuestro fue

Y termina la composición incrementando el patetismo:

Y el reloj dando las horas
Que no habrán mas de volver,
Y murmurando a compás
Una sentencia cruel,
Susurra al péndulo “Nunca,
Nunca, nunca vuelve a ser
Lo que allá en la eternidad
Una vez contado fue.

Es el caso que el reloj –que nos lleva a algo peor que la muerte: envejecer- le llevaban nuestros abuelos en el bolsillo y nosotros le llevamos en la muñeca, cuando realmente es el tiempo el que nos tiene en el bolsillo, el que cuenta con nosotros con entera seguridad, el que nos esposa, por ello estamos tan indefensos frente a él. Para Antonio Gala, que mucho gusta de pensar sobre su decurso, ‘el tiempo –escribe- es el Leviatán que todo lo diluye, inmóvil y sangriento, como un dios antropófago. Por un ancestral temor a él, lo descuartizamos, lo convertimos en un asunto de agendas y calendarios, como quien domestica un tigre y lo mete en su alcoba, con la seguridad de que un día se airará y lo devorará…’.

Nos atraen sin duda alguna los buenos relojes de hogar –palacios hay que están repletos de ellos, y para algún rey constituyó verdadera obsesión coleccionarlos- y de indumentaria; no deja, además, de ser un delicado regalo. Lo mismo puede decirse, ya en plano más modesto, respecto a agendas y calendarios. Hay que vivir, efectivamente, con este encasillamiento, encauzamiento o medida, a tal extremo que en sentido figurado hablamos del calendario o el reloj de nuestra vida.                                     
El paso de nuestra cronometrada vida lo vio el doctor Marañón de esta forma:

Deslumbrados por estos dos espejuelos –el amor y la muerte- jugamos con nuestra edad apresurando inocentemente las manecillas del reloj de la vida; cuando somos niños por el deseo de pronto hombres o mujeres; esto es, seres aptos para el amor. Y cuando ya lo somos antes de que nos demos cuenta, el fantasma del amor se ha desvanecido y aparece el otro; el de la muerte. Y entonces el instinto nos hace amenguar el paso y quisiéramos ser más jóvenes, que es como volver, inocentemente también, las espaldas al final inevitable.

Es incontrovertible que lo conflictivo llega cuando el tiempo, desplazándonos bastante, nos ha quitado papeles importantes y hemos de representar otros que nada tienen de halagüeños; ahora bien, mientras haya salud no todo se ha perdido –léase el tratado de Cicerón acerca de la vejez-, mas es tema que margino al circunscribirme a lo efímero de nuestro peregrinar, cuya brevedad Séneca trata en ‘De la brevedad de la vida’ dándonos una cierta fórmula de alargar nuestro tiempo, y es llenándole. Saavedra Fajardo nos aclara que ‘no mide el tiempo la vida, sino su empleo’.

Sacar a colación definiciones que los grandes autores dan de la vida, sin dejar de consignar su brevedad, implicaría prolijidad, aparte de que no es necesario respaldarnos en ellos, sí a manera de broche mencionaré dos de la Biblia. El ‘Libro de la sabiduría’ nos dice que  ‘el tiempo de nuestra vida es una sombra que pasa: ni ay retorno después de la muerte; porque queda puesto el sello, y nadie vuelve atrás’, -cap. 2, versículo 5-. ¡Ah, si pudiéramos volver, vivir dos veces! Nuestra segunda vida sería menos errónea. En la carta católica de Santiago podemos leer: ‘¿Qué cosa es nuestra vida? Un vapor que por un poco de tiempo aparece, y luego desaparece’ –cap. 4, vers. 5-.. En fin, como considera en un célebre soneto Calderón de la Barca, ‘en un día nacemos y espiramos’. Para él, la vida es ‘humo, polvo, nada, viento’.

Solo sabemos de la brevedad de nuestra tránsito pero de él ignoramos de dónde venimos y a dónde vamos. 'En el cielo y en la tierra, Horacio, hay más cosas de las que han sido soñadas en tu filosofía', que dice Hamlet. Por lo que a mí pensamiento afecta, declaro el pavor que me infunde el leer estas líneas en la historia de la filosofía, de Arthur Schopenhauer: 
El que ahora, después de no haber existido un tiempo infinito, deba continuar durante toda la eternidad, es un hipótesis excesivamente audaz. Si, en mi nacimiento, vine y fui creado de nada, es muy probable que, en la muerte, vuelva a ser nada. Duración infinita  a parte post, y nada a parte ante no concuerdan. 
Mensaje de Navidad.
 
NUESTRA FE SE AMPARA EN EL NACIMIENTO DEL HIJO DE DIOS. Y EN QUE
                                                                           
Novelista, dramaturga y ensayista y biógrafa británica.
ENTONCES LA NATIVIDAD DEL NIÑO DIOS CONSTITUYE ESPERANZA, OTRA C OSA ES LA FILFA DE LA CARIDAD; SOLIDARIDAD HUMANA, CUYO DISFRAZ SE PRETENDE PONER A ESTOS DÍAS.

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