jueves, 16 de enero de 2020

Dios y la muerte en Unamuno. Un paseo por su obra.

Yo creo en Dios, pero Él no cree en mí.
             -Dostievski-

Unamuno creía y obraba consecuentemente a su fe; no actúan así, ni mucho menos, la casi totalidad de los católicos de hoy día infectados de corrupción en el plano económico. ‘El que no roba es un gil’, que ya lo dijo el dramaturgo Enrique Santos Discépalo en su canción ‘Cambalache’. Unamuno pensaba en la muerte, y en nuestros días como observa Arturo Pérez Reverte, ‘el mundo ha dejado de pensar en la muerte. Creer que no vamos a morir nos hace débiles y peores’. Indubitadamente nos aleja de Dios, que no de la muerte que, a decir del poeta, se nos viene tan callando.  
                                        
Las Parcas (Ätropos) Goya
Como nadie ignora, los tres puntales de la Filosofía son Dios, el mundo y el ser. Partiendo de esta base, no se concibe quién pretende establecer gran distancia entre la religión y la filosofía; en cierto modo, ambas confluyen en la muerte. ‘Si no tuviese nuestra vida –dice Schopenhauer- límites y dolores, acaso a ningún hombre se le hubiera ocurrido la idea de preguntarse por que existe el mundo y está constituido precisamente de esta suerte’. Definitivamente sienta esta premisa: <La muerte es el genio inspirador, el musagetes de nuestra filosofía. Sin ella difícilmente se habrá filosofado>. En la muerte radica el interés que sentimos por los sistemas filosóficos y por los religiosos. Él apunta que lo explica, y en verdad que mucho ha escrito sobre la religión en general.

Dejemos a este filósofo y pasemos al autor de una obra tan enjundiosa como ‘Del sentimiento trágico de la vida’, aunque se tilde de excesivamente peligrosa, en la que nuestro Unamuno sostiene que el terror a la muerte, el ansia de inmortalidad es la generatriz, por así decirlo, de toda filosofía y de toda religión. Ve la historia de la filosofía inseparable de la historia de la religión, y ésta, también, originada repetimos, por la muerte: “sea el que fuere –escribe- el origen que quiera señalarse a las religiones, lo cierto es que todas ellas arrancan históricamente del culto a los muertos, es decir, a la inmortalidad”. No se detiene a examinar religiones para probarnos que es así, pero ¿quién lo ignora a poca cultura en Historia que posea? Revisa gran parte de la Historia de la Filosofía: Kant, Spinoza, Platón, Vogt, Haeckel, Büchner, Virchow y algún otro, empero a lo que dedica mayor extensión es al Cristianismo. Mucho me sorprende no conceda lugar, cuando debiera tenerle importante, a Schopenhauer.

Fuera está de la temática de este artículo tratar del Cristianismo y, menos, seguir las meditaciones plasmadas en esta su obra capital; voy a delimitarme a la idea de la existencia de Dios en Unamuno, las que aquí formula y en alguna otra parte de su obra de ensayo, pues fue un obseso de Dios y de la muerte Ya sus disquisiciones al respecto en sus artículos –a posteriori recopilados en libro- llenarán un volumen. “La trágica historia del pensamiento humano –leemos en su obra fundamental- no es sino la de una lucha entre la razón y la vida”, aquélla empeñada en racionalizar a ésta, obligándola a que se resigne a lo inevitable, a la mortalidad, y ésta empeñada en vitalizar a la razón, obligándola a servir de apoyo a sus anhelos vitales”.

Fía más en los sentimientos que en la razón, y así expone: “La fe en Dios nace del amor a Dios., creemos que existe por querer que exista, y nace acaso también del amor de  Dios a nosotros. La razón no nos prueba que Dios exista, pero tampoco que no pueda existir”. 
                                       

En ‘Mi religión y otros ensayos’ encontramos algo similar a este último aserto: ‘Nadie ha logrado convencerme racionalmente de la existencia de Dios, pero tampoco de su no existencia”. Y añade: “Los razonamientos de los ateos me parecen de una superficialidad y futileza mayores aún que los de su contradictores”. ¿Por qué cree en Dios? “Si creo en Dios, o por lo menos creo creer en Él, es, ante todo, porque quiero que Dios exista -ya deja expuesto en otra parte que no concibe haya quien no quiera la existencia de Dios-, y después, porque se me revela, por vía cordial, en el Evangelio y a través de Cristo y de la historia. Es cosa de corazón”. Rechaza de plano las supuestas pruebas, pues las encuentra “razones basadas en paralogismos y peticiones de principio”. Muchos desconocen la prueba antológica, la cosmológica, la ética, etcétera, de la existencia de Dios y, sin embargo, creen el Él. Sí, es cosa de corazón.

No voy a detenerme en estas pruebas racionales a nivel de Bachillerato, mí lema es seguir el gran pensador de que vengo ocupándome. No deja de hacer mención de su temor a la muerte: ‘Jamás sentí de tal modo el correr del tiempo, correr que a todos se nos va de entre las manos” […] “Ya no es que se me agranda mi pasado, que aumentan mis recuerdos; es que se me achica el porvenir, que disminuyen las esperanzas. No es ya la infancia que se me aleja y con ella mi brumoso nacimiento, es la vejez que se me acerca a mi brumosa muerte con ella”. Nunca se ha descrito con más belleza y de manera más escalofriante nuestro ciclo vital, que va de la cuna al sepulcro.

Para hallar lo más consolador que de Unamuno podemos leer sobre la muerte, volvamos a abrir ‘Del sentimiento trágico de la vida’, y leamos en el capítulo IV ‘La esencia del catolicismo’, estos dos puntos:

<Quid ad aeternitatem? He aquí la pregunta capital. Y acaba el Credo con aquello de resurretionem mortuorum et vitam venturi saeculi, la resurrección de los muertos y la vida venidera. En el cementerio, hoy amortizado, de Mallona, en mi pueblo natal, Bilbao, hay grabada una cuarteta que dice:

Aunque estamos en polvo convertidos,
en ti, Señor, nuestra esperanza fía,
que tornaremos a vivir vestidos
con la carne y la piel que nos cubría.

O como el Catecismo dice, con los mismos cuerpos y almas que tuvieron. A punto tal que es doctrina católica ortodoxa la de que la dicha de los bienaventurados no es del todo perfecta hasta que recobren sus cuerpos. Quéjense en el cielo y aquel quejido les nace –dice nuestro fray Pedro Malón de Chaide, de la Orden de San Agustín, español y vasco- de que no están enterrados en el cielo, pues solo está el alma, y aunque no pueden tener pena porque ven a Dios, en quien inefablemente se gozan, con todo eso parece que no están del todo contentos. Estarlo han cuando se vistieren de sus propios cuerpos. Y a este dogma central de la resurrección en Cristo y por Cristo, corresponde un sacramento central también, el eje de la piedad popular católica, y es el sacramento de la Eucaristía. En él se administra el cuerpo de Cristo, que es pan de inmortalidad>.

Hasta aquí nuestro don Miguel de Unamuno y Jugo que en la susodicha obra –‘Del sentimiento trágico de la vida’- abarca el amor equiparándolo con la muerte: “Es el amor –define- lo más trágico que en el mundo y en la vida hay; es el amor hijo del engaño y padre del desengaño; es el amor el consuelo en el desconsuelo, es la única medicina contra la muerte, siendo como es de ella hermano”.Comprendo que gustara tanto del filósofo danés existencialista Kierkegaard, dado también a la angustia, pero tenía nuestro pensador más fe y esperanza que él.

Para Unamuno no fue el amor hijo del engaño y padre del desengaño, él le hallo sin falsía en su esposa, y desde la niñez, Concha Lizárraga. En él resulta efectiva esta aserción del poeta chileno Pablo Neruda: ‘Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida’.                       
                                       


Que San Pablo perdone a Unamuno y a infinidad de autores que, pesimistas y escépticos, no creen en el amor humano, lejos de ello dicen pestes de él ¡Tantos amores se extinguen! Se podrá objetar que fueron falsos amores. Dijo Bécquer, próximo a su muerte: TODO ES MORTAL.Pero también expone Ortega y Gasset, en sus 'Estudios sobre el amor' que 'en amor un ser queda adscrito a otro para siempre'. Lo que pasa es que, como dice Hermam Keyserling, 'generalizar es siempre equivocarse.

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