lunes, 3 de diciembre de 2012

En torno a la patética vida de la princesa Blanca de Navarra

(Primera esposa del Príncipe de Asturias llamado a ser Enrique IV de Castilla)

En esta evocación del tercero de los hijos de Juan II de Aragón y de Blanca I de Navarra, he de consignar en primer lugar, y con relación al título, que no llegó a ser reina de Castilla y León, como algún texto que otro hace creer, induce a error, a quien no está suficientemente impuesto en Historia de la Edad Media, ya que groso modo anotan que la primera esposa de Enrique IV fue Blanca de Navarra. A tal efecto puntualizo que el obispo de Segovia, Luís de Acuña, realizó sentencia de nulidad matrimonial de los príncipes, la cual fue confirmada, en delegación del papa Nicolás V, por don Alonso Carrillo, el violento arzobispo de Toledo, en noviembre de 1453, y el fallecimiento de Juan II de Castilla fue el 21 de julio de 1554. Por unos ocho meses no llegó Blanca de Navarra a ser reina consorte de Castilla y León.. Sí puede decirse con toda propiedad histórica que se casó con Enrique IV la princesa Juana de Portugal, ello, además, le sedujo irresistiblemente. Refiere José Calvo Poyato, en su “Enrique IV el Impotente y el final de una época”, que alguna fuente contemporánea señala [Crónica anónima de Enrique IV de Castilla] que la novia portuguesa fue informada de la supuesta impotencia del rey de Castilla, que ello se daba como cosa probada, así como que había conseguido el divorcio con malas artes, por lo que su anterior matrimonio continuaba siendo válido mientras que la esposa repudiada viviese. A pesar de todas estas advertencias, “doña Juana ovo tan gran deseo de reynar en estos reynos que respondió al rey su hermano, que pues el rey don Enrrique plazia, ella era muy contenta de casar con él, no obstante las cosas ya dicha”. Y, bueno, pues de la boda se encargó el monarca, enviando a Lisboa a su capellán Fernán López del Orden, tesorero de la iglesia de Segovia.


BODA DE LOS PRÍNCIPES
El 12 de septiembre de 1436 Juan II como rey de Navarra –realmente la reina propietaria es su esposa Blanca I de Navarra, pero él tiene el prurito de ostentar coronas, y así para seguir en la de dicho reino pasado el tiempo no vacilaría en eliminar a sus hijos Carlos y Blanca, como veremos- anuncia el acuerdo de paz con Castilla basado en el concierto matrimonial de su hija Blanca con Enrique. Al ser familia, el papa, Eugenio IV, otorga la dispensa el 18 de diciembre. Ambos príncipes tienen doce años de edad, por lo que fija para que consumen el matrimonio la llegada de los quince. Así el 15 de septiembre de 1440, en Valladolid, Monasterio de San Benito, se celebra la boda, siendo el cardenal don Pedro Cervantes, obispo de Ávila, quien ofició la misa, y los padrinos el almirante Enriquez y doña Beatriz, nieta de Pedro I de Portugal y de la malograda doña Inés de Castro [la de “reinar después de morir”]. La noche de boda fue de verdadero disgusto: Conforme la costumbre en Castilla, hubo tres notarios tras la puerta de la alcoba del nuevo matrimonio en espera de que al día siguiente le fuera entregada la sábana con manchas de sangre, testimonio de matrimonio consumado. La sábana no lo indicó, y las crónicas refirieron que la boda se hizo quedando la princesa tal cual nació, de que todos tuvieron gran enojo. No obstante duraron las fiestas muchos días, pese a que el fiasco lo ensombreciera. Ante tan amarga experiencia de la noche boda y, por si fuera poca, la de todas las noches de sus doce años de matrimonio, cuando contrae segundas nupcias evitará don Enrique que se popularice su impotencia con la esposa, y para ello deroga la ley de los notarios, dejando la noche de boda para su intimidad.

[MATRIMONIAL] SE REPITE Y AHORA CON TREMENDA INDIGNIDAD
Sin embargo, en la segunda boda los comentarios tampoco faltan, empezando por su misma madrastra que se indignaba de cómo Enrique trataba a su mujer –ambas eran primas- al no poder copular con ella tampoco. La segunda esposa de Juan II de Castilla, Isabel de Portugal –se casaron en Madrigal de las Altas Torres el 17 de agosto de 1447-, conoce el fracaso matrimonial, en la faceta cama, de su hijastro con Blanca. Éste no sentía, dicho sea de paso, la menor simpatía por la mujer de su padre, y cuando ocupó el trono la internó con sus dos hermanastros –Isabel y Alfonso que tanta guerra le darían y se la harían en ocasiones- en el castillo de Arévalo, concediéndoles únicamente lo imprescindible para subsistir, echando, obviamente la ex reina muy de menos el lujo a que estaba acostumbrada.
Cuando Enrique IV se casa con Juana de Portugal, hija del rey Duarte y de Leonor de Aragón, por consiguiente tía de su marido, se le concedió al matrimonio un permiso de tres años y medio de duración bajo la condición de que si no hubiese hijo o hija tornaría a tomar por mujer a la Princesa Blanca. ¿Por qué no se llevó a efecto? Transcurrió casi el doble de este tiempo sin tener descendencia, pues doña Juana la Beltraneja nació el 28 de febrero de 1462. Ya fue el resto para hundir al rey, aparte su patología y vicios, que su esposa estando arrestada en el castillo de Alaejos (Valladolid) tuviera de amante a don Pedro de Castilla el Mozo, bisnieto de Pedro el Cruel, y con él dos hijos gemelos. Se escapará del castillo con su amante y vivirán en Buitrago, donde los parirá; luego pasarán Trijueque (Guadalajara), con los Mendoza, y finalmente a Madrid, retirándose ella al convento de San Francisco. Muere a los treinta y seis años de edad y deja como su universal heredero a su amante. Se dice que su hermano mandó envenenarla. La muerte del rey y la de ella sólo están separadas cronológicamente por unos seis meses: él muere, también en Madrid, el 11 de diciembre de 1474, Juana el 13 de junio de 1475.

REPUDIO Y AMARGURA
Repudiada del príncipe Enrique su vida entra en el mayor infortunio. Si Blanca de Navarra (hija) contrajo matrimonio con un hombre muy imperfecto, no le deparó tampoco el destino un buen padre, sino todo lo contrario. Fue Juan II de Aragón pésimo como tal con el Príncipe de Viana, dificultándole, incluso a nivel de guerra, reinar, y acaso envenenándole cuando vio que lo iba a lograr. Nombró éste heredera a su apenada hermana Blanca, tan loable rasgo de amor fraternal –nos refiere Juan de Dios de la Rada y Delgado, en “Mujeres célebres de España y Portugal”- fue origen de nuevas desgracias, que no sólo aumentaron las penas de Blanca sino que la privaron de la libertad y hasta de la vida. Se le enfrentó su hermana Leonor y su marido el conde Foix, que aspiraban a la corona de Navarra, y, cínicamente, trataron de que renunciase o se hiciera monja, estando dispuestos, de no conseguir lo uno ni lo otro, a entregarla al conde de Foix. Su mismo padre, usurpador del trono de Navarra, la llevó, quieras que no, a Francia; en San Juan de Pie de Puerto, dejó, Blanca, poderes al rey de Castilla, al conde de Armiñac, al condestable de Navarra, y a otros. Les pedía ayuda, que acudieran en su socorro para que la devolvieran la libertad. Como comenta nuestro citado autor, ¡harto adivinaba que su suerte se había ya decidido; y que no sólo iba a perder su reino sino también su vida! ¿Cómo no?, era buena, dulce, pero no tonta.
No halló ayuda alguna; el más obligado a prestársela era el rey de Castilla, al cual, además y a pesar de todo, acudió también dirigiéndole una sentida carta de la que se ha dicho que “no puede leerse aun después del transcurso de tanto tiempo sin que se enternezca el corazón más duro”. Aunque de Enrique IV se ha dicho que era humanitario, como excepción al tiempo que le tocó vivir de barbarie y crueldad, se dio el caso de dureza e ingratitud –ingratitud renovada- de que no se compadeció con aquella carta en la que finalmente le habla del triste fin que le esperaba, y concluye renunciando en él sus derechos al reino de Navarra. El 30 de abril, 1462, fue llevada al castillo de Rotes, en Bearne, donde la tuvieron presa dos años, en cuyo tiempo su antiguo marido ni siquiera intentó liberarla. En 1464 su hermana la envenenó. Tenía 40 años de edad.

SUS ILOCALIZADOS RESTOS
Dejó escrito que al morir fuese enterrada en la catedral de Lescar –ciudad francesa ubicada en el departamento de los Pirineos-, y menos mal que cumplieron su deseo, pero, hasta hoy, nadie ha encontrado sus restos. Esta catedral contiene los de los últimos reyes de Navarra, pero no aparece en la lista y, por consiguiente, ignorase lugar. En la catedral de Lescar, pues, está en memoria, y, como escribe Enrique Florez, en “Memorias de las reinas católicas”, desde donde puede predicar a todo el mundo perpetuos desengaños.

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