domingo, 10 de marzo de 2013

A VUELTAS CON EL CONTROVERTIDO ENRIQUE IV DE CASTILLA, EL REY MALTRATADO ( I )

El rey más difamado

Al hablar de la usurpación que del trono hicieron los Reyes Católicos a la princesa Juana de Trastamara Avis -hija biológica o no pero siempre legítima del rey- ya traté, como es obvio, del reinado de este desdichado monarca, mas hic et nunc, aquí y ahora, vuelvo a caminar por esta historia y por esta biografía. Consecuentemente uno y otro artículo son complementarios.

La vida de Enrique de Trastamara y Aragón es de gran controversia; los cronistas se volcaron en atacarle, porque es triste costumbre de historiadores alabar al vencedor y desprestigiar al vencido, y ya no digamos los coetáneos, que, obviamente, impelidos se ven a ello. Ya el paso del tiempo llega a permitir juzgar con libertad, y surge el que escribe de otra manera, el que puede ser ecuánime, pero, de momento y como se ha dicho, la Historia la escriben los vencedores. Por otra parte, el cambio cronológico cambia criterios. 

En nuestra época se ha sido más justos con la figura de referencia, y en general pasado su tiempo, ha existido alguna reinvindicación. Se han escrito artículos e incluso biografías presidiras por esta tendencia, citaré como paradigma el librito -el diminutivo sólo atañe a la extensión- del insigne abogado -estaba en posesión de la cruz de san Raimundo de Peñafort - e historiador Manuel González Herrero, fallecido en febreo de 2006. Era natural de Segovia y, muy amante de su tierra, en ella quiso, pese a su alto vuelo profesional en la abogacía, que transcurriera su vida, y a su provincia dedicó la casi totalidad de su producción de Historia. En junio de 2005 había recibido el reconocimiento de Hijo Predilecto de la Provincia de Segovia. (A esta mención quiero adherir el muy agradable recuerdo que tengo de quien fue mi abogado y amigo). Por su amor a su ciudad y a lo justo, ¿cómo no había de defender al rey vinculado a Segovia a la que quiso y en la que fue querido?




Me refiero a la obra titulada "CASTILLA: negro sobre rojo - De Enrique IV a Isabel la Católica". En la cubierta posterior consigna a respecto del título: "Así, negro sobre rojo culminó la conjura, se consumó el golpe de Estado, el alzamiento isabelino, la usurpación de la Corona de Castilla". Esto es axiomátido para toda persona conectada, en tal o cual forma, con la Historia, partidaria de uno u otro de estos hermanastros. Hay al frente de la obra una esquela conmemorativa de su muerte que consigna;
ENRIQUE IV de Segovia y Castilla / amado sobremanera por el pueblo de la Comunidad de la Ciudad y Tierra de Segovia / falleció, mas no de su muerte, la noche del 11 al 12 de diciembre de 1474 en Madrid , a 18 leguas de la Ciudad de Segovia / "infeliz sobre cuantos reinaron en el mundo, pues, para quitarle la sucesión, fue necesario quitarle el honor.
Que lo hicieran los nobles -quitarle el honor- constituye auténtico baldón para los que en ello intervinieron, pero que lo practicara su hermanastra ya es el colmo de la bajeza, de hecho vil o acción indigna. Tal fue palmariamente la idea primigenia, la actitud adoptada por Isabel confabulada desde un principio con los enemigos del monarca. Éstos encontraron primero campo abonado en su hermano Alfonso, y muerto éste se propuso ella a toda ultranza heredar la corona, tanto es así que al no poder ser por Derecho, o sea, legalmente, no vaciló lo más mínimo en dar el golpe de Estado. Esto como proceder último tras el supuesto envenenamiento para adelantar la ocupación del trono, pues Enrique IV era relativamente joven, aun en aquel tiempo, y poseia buena salud. 

Su idiosincrasia contrastaba con su entorno, principalmente por no ser belicoso. Refiere a este respecto Francisco Layna Serrano, en su "Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI":
Muy pronto comenzaron las murmuraciones y el espíritu turbulento de la nobleza se manifestó a renglón seguido; las pandillas de señores que aspiraban a mangonear en el reino luego de dominar el carácter indeciso y sugestionable del nuevo monarca, iniciaron el conocido juego de confederaciones y enredos de toda índole., sobre todo al advertir el descrédito en que cayó el soberano cuando luego de sitiar Málaga y estar tan importante ciudad a pique de rendirse, ordenó la retirada de ejército licenciando a las milicias concejiles hasta el año siguiente, mientras seguido de la nobleza pasó a Baena con objeto de aguardar la llegada de su prometida la bella infanta doña Juana de Portugal, pues so color de que Blanca de Navarra era estéril había logrado que con el mayor descaro y usurpación de funciones anularan su matrimonio con esta desgraciada y nobilísima princesa, el enredador obispo de Cuenca López Barrientos y el no menos trapisondista Alonso Fonseca ya entonces arzobispo de Sevilla.
Evidentemente el motivo de su infortunio es su aversión a la guerra; de haber sido cual su tiempo reclamaba no hubiera hecho tanto mella su supuesta impotencia sexual, la hubiera puesto sordina. En mi opinión, González Herrero en su citada obra, capítulo "Perfil humano de don Enrique", da la clave: 
El drama de este príncipe, a mi juicio, radica en que sus condiciones personales excedían de la capacidad de comprensión de su tiempo y, por su calidad, de las exigencias prácticas y concretas de su oficio de rey. El humanismo moral de Enrique IV era totalmente anacrónico en el siglo XV y sólo hubiera podido ser entendido y apreciado a partir del XVIII. Por el contrario, en la época que hubo de vivir, sus cualidades sólo le sirvieron para ser objeto de un mayor desprecio. 
En pro de esta tesis presenta numerosos datos, y la remacha exponiendo: 
Enrique IV se nos presenta como un hombre cuyo espíritu fue superior a su tiempo, y por eso, al profesar un elevado humanismo moral y faltarle la severidad y aún la crueldad que exigían las circunstancias históricas que le tocó vivir, éstas no le permitieron cumplir eficazmente, en aquel tiempo, con su oficio de rey. 
Estando en Baena hubo una conspiración de los nobles que fue abortada al parecer por el primer marqués de Santillana, sin revelar los nombres de los conjurados. Véamos cómo sigue refiriendo Layna Serrano lo ocurrido in illo tempore:  
Poco después tuvieron lugar en Córdoba las bodas del rey con su parienta la infanta Juana de Portugal que como la de Navarra quedó después del lance tal cual nasció, dando completa razón a las sátiras burletas del conde don Gonzalo de Guzmán, pues comentando la no consumación del matrimonio decía que "no se bajaría a coger del suelo tres cosas, si las viera arrojadas en la calle, por ser deleznables: el órgano viríl de don Enrique (mentulam), la pronunciación del marqués de Villena y la gravedad del arzobispo Fonseca". Concluidos los festejos, el rey y la Corte se trasladaron a Sevilla. 
En gran medida se deja llevar Layna Serrano de la "Crónica de Enrique IV", de Alonso Palencia. En la noche de boda con su prima Juana de Portugal no permitió testigos ni exhibición de sábanas a la mañana siguiente, con lo que soslayó lo ocurrido en la realizada con su también prima hermana Blanca de Navarra. 

El aludido insigne segoviano, auténtico paladín del rey de honda raíz en Segovia, empieza su obra, cuyo primer capítulo titula "Enrique IV el infamado", exponiendo:
Enrique IV de Castilla es una de las figuras más patéticas de la historia de España y aún de la de Europa. Fue el hijo único del matrimonio de don Juan II de Castilla y de la reina doña María de Aragón. Nació en 1425, comenzó su reinado en 1454, a los veintinueve años de edad, y murió en 1474, a sus cuarenta y nueve años. Veinte años de rey en la época más crítica de los anales de Castilla

Prosopografía y etopeya de tan cuestionable rey medieval.  

Abundando en las mismas, véamos la semblanza que Fernando del Pulgar hace, en "Claros varones de Castilla":
El rey don Enrique IV, hijo del rey don Juan II, fue hombre alto de cuerpo, y hermoso de gesto, y bien prporcionado en la compostura de sus miembros. [...] Era hombre piadoso, y no tenía ánimo de hacer mal, ni ver padecer a ninguno, y tan humano era que con dificultad mandaba ejecutar la justicia criminal , y en la ejecución de la civil o en las otras cosas necesariaa a  la gobernación de sus reinos, algunas veces era negligente, y con dificulta entendía en cosa ajena de su delectación, porque el apetito le señoreaba la razón. / No se vio en él jamás punto de soberbia en dicho ni en hecho, ni por codicia de haber grandes señoríos le vieron hacer cosa fea ni deshonesta: y si algunas veces había ira, durábale poco, y no le señoreaba tanto que dañasea él ni a otro. (No me he sometido a la gramática de la época).
Don Enrique, en efecto, era cual señala también el citado Layna Serrano:
Físicamente, según afirman todos los cronistas, era de talla casi gigantesca, robusto, piernas en excesoso largas, pies pequeños, abundoso pelo rubio y ojos azules de mirar ora dulce y distraído, ora inquisitivo y penetrante; cejas espesas y prominentes, mejillas hundidas, mandíbula inferior salediza y rostro deforme, consecuencia del aplastamiento nasal sufrido por una caída en la niñez; placíalele la música, era su voz dulce y atenorada y sus gustos sencillos, sobrio en la mesa y excesivamente modesto en el vestir pues de ordinario usaba trajes burdos de tonos oscuros, como si consciente de su fealdad la timidez característica llevárale a pasar inadvertido.
Fue ante todo honrado y bondadoso; de su bondad hay un hecho que lo pone de relieve inequívocamente y a que luego haré referencia. Habla este autor, y en general se habla, de su misantropía, que fue en aumento con el paso del tiempo y de los acontecimientos. Nada más concebible que prefiriese la soledad de la Naturaleza y la compañía de las fieras; no se puede decir que hubiera leído a Baltasar Gracián, en cuanto a la humana fiereza, ni a Hobbes, por serle posteriores cronológicante, mas tuvo motivos para considerar con Plauto que lupus est homo homini, el hombre es lobo del hombre. (Máxime mediando la envidia). 


Su primer pecado, que finalmente corregió.

Por su espíritu pacifista y pusilamidad incurrió en la entrevista con Villena entre Cabezón y Cigales. Por envidia del marqués de Villena y del arzobispo Carrillo de cómo distinguía el rey a don Beltran de la Cueva, hiriéndoles que le hiciera maestre de Santiago, remitíéronle Villena y sus secuaces en 1464 una carta recriminándole sus actos de gobierno perjudiciales al bien común, así como el hecho de proclamar hija suya a Juana. ¡Qué comodín se buscaron los mangoneantes nobles y los hermanastros del rey, qué vileza la de éstos! Lo reitero pero nunca se repetirá lo bastante. Se hallaba en la real cámara cuando don Enrique recibió la incalificable misiva el obispo de Cuenca, que fue su preceptor, el cual muy indignado le suplicó no accediese a tales imposiciones, respondiéndole, según el cronista Enriquez del Castillo, que había que evitar la efusión de sangre y que valía más no apelar a la guerra.   

A pesar de no poderse probar la infidelidad de la reina y de que su hija Juana fue jurada en las Cortes como princesa de Asturias y, por ende, heredera del trono, el rey recibió tal notificación, procediendo entonces a pedir a los coaligados una conferencia en busca de un acomodamiento. En su verificación firmó una declaración aceptando reconocer como heredero a su hermanastro Alfonso, lo que implicaba deslegitimar a la princesa. He aquí sus palabras textuales:
Sepales que yo, por evitar toda materia de escándalo que podría ocurrir después de mi muerte acerca de la sucesión de los dichos mis reinos, queriendo proveer acerca de ellos según a servicio de Dios y mío, cumple, yo declaro pertenecer, según que le pertece, la legítima sucesión de los dichos mis reinos a mi hermano el infante don Alfonso y no a otra persona alguna. 
Evitaba una materia de escándalo: la falta de paz, pero viendo que había caído en otra peor, en seguida pasó a declarar nulo todo lo pactado con los magnates de la Liga. Éstos promovieron el auto de Ávila He aquí cómo le describe Ortega y Rubio siguiendo la Crónica de Eniquez del Castillo: 
En una llanura cerca de Ávila hicieron levantar un estrado, y en él colocaron una estatua o efigie de Don Enrique sentado en el trono. Después de leer una carta o manifiesto, más llena de vanidades que de cosas sustanciales, contra el Rey, el arzobispo de Toledo le quitó la corona, el conde de Plasencia el estoque, el conde de Benavente el cetro y D. Diego López de Zúñiga derribó al suelo la estatua. 
Véamos por el mismo lo que prosiguió a esta farsa: 
Luego que este auto fue acabado, aquellos buenos criados del Rey, agradeciendo las mercedes que de él habían recibido, elevaron al príncipe don Alfonso sobre sus brazos, y con voces muy altas dijeron: ¡Castilla por el rey D. Alfonso!  Como si todo esto fuera poco, aquellos nobles hicieron firmar a D. Alfonso (6 de junio) una carta circular a sus reinos, que fue enviada a los señores y villas, notificando su coronación en los siguientes términos: 
          He aquí gratuitas y graves ofensas.
Y por ejemplo del mal vivir de don Enrique y de sus crímenes y delitos tan enormes y feos, cometidos y consentidos por él en su palacio y corte, los dichos mis reinos esperaban ser perdidos y destruidos; y añadiendo unos males a otros sin penitencia ni enmienda alguna vino el dicho D. Enrique en tan gran profundidad de mal, que dio al traidor D. Beltrán de la Cueva la reina doña Juana su mujer, para que usare de ella a su voluntad, en gran ofensa de Dios y deshonor de sus personas de los dichos Enrique y Reina; y una su hija de ella llamada doña Juana, dio a los dichos sus reinos por heredera, y por premio la hiza jurar por primogénita de ellas, perteneciendo a mí como a hijo del rey D. Juan , mi señor y mi padre, que Dios haya, y su legítimo heredero, la sucesión de estos reinos en cualquier manera que vacasen, y no a otra persona alguna, por la notoria y manifiesta impotencia del dicho Enrique para haber generación, lo cual nunca hubo, ni de él se esperaba quedar, como es manifiesto en todos mis reinos o señoríos.
Bueno, "lo dijo Blas, punto redondo". La verdad es que lo decían individuos innobles, desagradecidos, malintencionados. Porque, a todo esto, Alfonso tenía unos 14 años de edad. ¡Vergüenza de los hermanastros del rey, y no digams de esos aristócratas!
Cuando D. Enrique tuvo noticia -continúa la transcripción- de lo sucedido en Ávila exclamó: "Podre yo decir ahora aquello que el profeta Isaías en presencia de Dios dijo contra el pueblo de Israel, cuando idolatrando se apartaron de él para servir a los ídolos: "Crié hijos y púseles en estado y ellos menospreciáronme". Y al saber que muchas publaciones habían alzado banderas por don Alfonso, pronunció las palabras de Job: "Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo me espera la tierra. 
Era, vale lo reiteración, nunca se repetira lo bastane, una pléyade de nobles verdaderamente de infamia, sin la menor nobleza de espíritu, sentido de agradecimiento; mientras el estado llano fue siempre leal a los reyes y enemigo de la nobleza. En consecuencia don Enrique había creado una nueva aristocracia, que fue la mecha que prendió -hablé antes de envidia- la hostilidad de la vieja nobleza que formó contra él un adverso partido: el arzobispo de Toledo (Carrillo), Villena, el almirante don Fabrique, los Manriques, el maestre de Calatrava, don Pedro Girón, Alba, PLasencia, etcétera, los cuales rechazaban de plano a la princesa de Asturias aferrados a adjudicar a Beltran de la Cueva la paternidad, y, por añadidura, en sostener que ésta había sido a instancia del rey. De ello, como vemos, hicieron bandera de rebelión. Y así hasta el final, que contra toda justicia había de serle favorable a Isabel, produciéndose para ello también la defacción de los que estaban a favor del rey y de su hija. De gran peso decisorio fue que tras la muerte de Enrique IV se pasara al bando de Isabel y Fernando el  cardenal don Pedro González de Mendoza. 

El auto de Ávila tuvo su contrarréplica en Simancas, aquí el exonerado no era el rey, sino el arzobispo de Toledo, Carrillo, cuyo muñeco llevaba este letrero: D. Oppas. El monigote fue encerrado en prisiones, luego arrastrado por las calles, mientras un pregonero decía: "Esta es la justicia que se manda hacer a este cruel tirano Oppas, por cuanto habiendo recibido lugares, fortalezas y dinero para servir a su rey se rebeló contra él. Quien tal hizo que tal haya". Por último fue quemado. Del apoyo que hallo don Enrique y de lo que desarmó a los rebeldes la muerte del infante pudo beneficiarse, mas el bondadoso rey continuaría siendo engañado y dañado. Pretendieron los nobles que Paulo II recibiera unos embajadores de ellos, pero el Papa se negó a que entrasen en la ciudad y recibirles, sin jurar antes que no llamarían Alfonso XII al infante D. Alfonso. No aceptaron, y el pontífice en consistorio dio orden a sus delegados para que comunicasen a los enviados de Castilla "que sentía mucho que aquel príncipe mozo, por pecados ajenos, sería castigado con muerte antes de tiempo". Cumplióse la profecía, pues el 8 de julio de 1468 muere en Cardeñosa, aldea a diez kilómetros de Ávila. Se duda entre si murió de la peste o a causa de unas hierbas que le hizo dar el marqués de Villena en una trucha. Un buen recurso "diplomático" era por aquel tiempo el envenenamiento.

Procrastinando a la segunda parte de este artículo cuanto aconteció desde la farsa de Ávila, así como el tratar de otras facetas de Enrique IV de Castilla y su época, hago mención del Tratatado de la Venta de los Toros de Guisando. 

 
Su segundo pecado, que finalmente corrigió pero tampoco, cual el primero, valió de nada.

El hado había dispuesto que la hija de Enrique IV no heredase el trono. Isabel se había pronunciado abiertamente por el partido de su hermano Alfonso, mas astutamente cuando los nobles le ofrecen el trono dejado vacante por éste, no le acepte, aunque sí a la muerte de Enrique IV, como única heredera, reconocida por todos como ilegítima la hija de doña Juana de Portugal. En esta estratagema de la pérfida hermanastra vio el contristado un atisbo de paz, pero ¡a que precio! Los nobles le ofrecieron volver a su obediencia si declaraba y reconocía a la infanta Isabel como heredera del reino, o sea,  princesa de Asturias, 

El campo de Guisando está entre los pueblos de Cadalso, El Tiemplo y San Martín de Valdeiglesias, se ha dicho que los llamados Toros de Guisando parecen más bien cerdos, pues no tienen astas. En aquel paraje había una venta, y en ella declaró Enrique IV heredera del trono a su hermanastra, lo que implicaba reconocer por segunda vez la no paternidad. La reina, como es obvio, protestó contra esta declaración que a ella manchaba y a su hija -su de ambos- perjudicaba. Isabel seguiría -puede decirse ahora también por el tratado de los toros- toreando a su hermanastro, así incumplió el juramento hecho en el Tratado de no casarse sin consentimiento del rey. Un día éste recibe en Trujillo carta de Isabel notificándole su próximo enlace con don Fernando. Muy enojado de su desobediencia revocó cerca del monasterio de El Paular, entre Segovia y Buitrago, la concordia de de la Venta de los Toros de Guisando, quedando proclamada princesa de Asturias su hija Juana. 

Lástima que pese a ello no surtiera el debido efecto por ser tan poderoso y contar con el importante apoyo de Aragón, crecía cada día el partido fernando-isabelino, al paso que aumentaban también cada vez más las deserciones entre los que habían sostenido los derechos de la Beltraneja. Pero quel 25 de noviembre de 1470 se celebra una ceremonia en Val de Lozoya, entre EL Paular y Buitrago. El P. Enrique Florez de Setien, en "Memorias de lasReinas Católicas de España",  lo manifiesta así:
Concurieron allí una multitud inumerable de señores y toda suerte de personas.  El rey llevaba a su lado al maestre don Juan Pacheco, al arzobispo de Sevilla, al duque de Arévalo, a los condes de Benavente, Valencia, Miranda, Santa Marta y otros. Con la Reina y su hija doña Juana vino el marqués de Santiyana y toda la casa de Mendoza. Por Francia concurrieron el cardenal de Albi o Arevatense, monsieur de Torsi, el conde de Bolonia y monsieur de Maricorni  con mucha comitiva. Juntos todos, fue leida en público una carta del rey, cuyo contenido se reducía a que por consejo de los prelados, señores y caballeros, como por el sosiego de los reinos y dar fin a los males que padecían, mandó jurar princesa a la infanta, su hermana doña Isabel; pero viendo la desobediencia con que se había portado,casando contra su voluntad, la desheredaba, mandando que ninguno la tuviese por princesa, sino sólo a su hija doña Juana, que presente estaba. y a quien todos debían jurar y reconocer heredera.
Queda harto revelado que en aquel ajedrez muy poco, por no decir nada, tenía de rey, que fue juguete de todos y el hazmerreir de muchos. En primer lugar de sus malévolos hermanastros, de la pérfida Isabel. A tal extremo había calado la ilegitimidad que se sacaron de la manga para usurpar la corona a su hija que:  
Leída la carta -continuamos leyendo a Florez Setien donde lo dejamos-, quiso el cardenal de Francia vindicar el rumor que andaba entre los malcontentos contra la legitimidad de doña Juana, a cuyo fin, llegándose a la reina le dijo que "si juraba y afirmaba que aquella señora doña Juana, que ella había parido, era verdadera hija del rey su marido". La reina respondió que sí. Pasando al rey le tomó igual juramento: "Si creía y afirmaba que que aquella señora doña Juana,, que allí estaba, era su hija". Respondió que "así lo creía, y con tal certidumbre de hija suya la tenía y había tenido desde que nació". Entonces llegaron todos los prelados y caballeros, y besándole la mano, fue segunda vez jurada heredera de la corona.
Allí mismo se conciertan los deposorios de ella, tenía ocho años, con el conde de Boulogne, representante del duque de Guyena, hermano de Luís XI de Francia, boda que no se llegó a celebrar. Al volver a Segovia se publica la declaración de Juana como princesa de Asturias, e  Isabel, cegada en su ambición, protesta, reprocha a su hermanastro quebrantar juramentos. Como si ella no hubiera sido la primera en practicar perjurio, y más de una vez. Isabel siempre, de manera inexorable, provocando la discordia unida a los nobles enemigos del rey, y éstos a Alfonso mientras vivió, y luego a ella. No sé de dónde tomará el dato, pero apunta Antonio Gala  que "al concluir la ceremonia se desencadena una tormenta que empavorece a todos. Nadie, cuando huyen, se acuerda de la niña; sólo un mozo de espuelas, que la guarece bajo un roble...". ¡Cómo pudo ser posible si estaban todos los llamados a protegerla, empezando por sus padres!, tal vez sea una nota novelística que da. Muy desaguarecida, sí,  quedaría en su estrella, Guyana muere pronto, y entonces el rey, su padre, le prepara otra boda con el Rey Alfonso V de Portugal, tío de ella. 

En justicia ambos ambos merecieron ganar la guerra de sucesión, pero la perdieron, se produjo la usurpación de la corona. Los Reyes Católicos siempre fueron conscientes de que la usurparon, y a veces sintieron temor de que Juana, verdadera heredera, la recuperase. En este aspecto, siempre se les pondría la cosa favorable. Y en un sentido general, mientras Isabel vivió aun cuando pudo percatarse, no exteriorizándolo, de que en su hija y heredera Juana encontró el castigo divino de la  conducta que tuvo con la otra Juana a la que contribuyó a adjudicar el apelativo que lleva. Aún más triste resulta el  de la  Loca.
 

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